la neurosis de ser yo

martes, noviembre 23, 2004

Diario

A los diez años tuve mi primer diario, regalo de mis padres a instancias de una terapia temporal a la que asistí por mi falta de integración social. Se suponía que me serviría para descargar mis angustias. Era un pequeño cuaderno forrado en seda roja con arabescos dorados. Un objeto demasiado delicado para ser garabateado por la terrible caligrafía de la niñez. Volví a leerlo una vez, hace un par de años, en una visita a la casa de mis padres. Una tarde de esas en las que uno siente ganas de reencontrarse con la persona que era en busca de claves para seguir adelante. Encontré miedo y una exagerada tendencia a la fantasía. Me dio más vergüenza que ternura. A los doce tuve el segundo. Un cuaderno Rivadavia rayado de 98 hojas, costumbre que no abandoné nunca. Lo forré con esmero en papel afiche rosa y llené de calcomanías de My Melody, Hello Kitty y Ziggy. La caligrafía había mejorado. Sólo escribía en él con mi lapicera a fuente de tinta azul y subrayaba las fechas con marcador rosa, verde pálido o celeste. En él empezaban a evidenciarse las cuestiones más complejas de la vida como con quién había bailado lento en el asalto de fulana o si uno de los chicos gustaba de mí. El tercero vino a los quince y estaba forrado en papel plateado con un garabato en aerosol verde. La birome, cualquiera, reemplazó a la lapicera y la caligrafía fue dejando su redondez. Estaba lleno de rabia. A los diecisiete estrenaba el cuarto y ya no tenía ninguna cubierta, apenas unos símbolos que se repetían de modo aleatorio dibujados en birome. Estrellas y un fantasma que se atravesaba la cabeza con un cuchillo. Mi estado de ánimo era evidente, supongo. Lo abandoné a los veinte, porque sí, dejando muchas páginas en blanco. Casi un adelanto de lo que seguiría. No me lo planteé en ese momento. Ahora diría que coincidió con dos hechos importantes de mi vida: uno) empecé terapia; dos) Un personaje de mi vida que mejor ni menciono.
Ahora reincidí en la costumbre. Otra vez a instancias de mi terapeuta.
Debido a mi “síndrome de distorsión de la realidad” necesito llevar un relato de los acontecimientos, analizados con la capacidad de observación del momento, que me permita anclarme. Eso. Un ancla, saber dónde estoy parada, de dónde vengo y a dónde quiero ir. Y necesito recurrir a él cuando pierdo el horizonte buscando falsas quimeras.
Lo que me han planteado, no sin justa razón es ¿por qué en papel? Con lo maravillosa que es la tecnología y las ventajas de los archivos digitales y blah blah. Lo confieso, soy una romántica a la antigua. Me gusta el papel, su textura, su olor. Me gusta embadurnarme las manos de tinta cada vez que cargo mi Rotring 0.3, recuerdo de mi pasaje por el CBC de Diseño de Imagen y Sonido. Fantaseo con la idea de que mis nietos descubran esos cuadernos de acá a cuarenta años y conozcan a su abuela desde otro lugar.
¿O no me digan que nadie lloró hasta las lágrimas con “Los Puentes de Madison”?

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