la neurosis de ser yo

martes, octubre 24, 2006

Los desterrados

Desde que se impuso la ley antitabaco en "actitud Buenos Aires" me siento un paria. Yo sé que es un hábito dañino, tengo plena conciencia de los agujeros que les hago a mis pulmones, de la molestia que es para los no fumadores, del olor a cenicero viejo que a veces emano, de los dedos manchados de nicotina, de las cosas que he quemado alguna que otra vez. Pero ahora la gente me mira mal. Muy. De repente una infantería civil de cruzados en contra de los fumadores invadió las calles ¿de dónde salieron en tal número? ¿los reclutaron? ¿Telerman los tenía guardados en algún lado?. Se paran en la esquina de Santa Fe y Coronel Díaz, mientras espero que cambie el semáforo, y me miran feo, como si estuviera ofreciéndole droga a un viejito o prostituyendo a un menor, casi. Algunos hasta se envalentonan y me dirigen frases del tipo "ay, nena, si supieras el daño que te estás haciendo" y yo quisiera mandarlos a la concha de su madre pero no, como tengo cola de paja porque sé que tienen razón (y además soy educadita), sonrío con carita de nena buena y prometo que dejaré el vicio.
Y de pronto cuando quiero tomar algo en un bar me agarra la neurosis y pienso "bueno, tranquila, al menos todavía me puedo sentar en las mesitas de afuera". Pero... "oh, no... ahora porque es verano, ¿y en invierno? ¿qué carajo voy a hacer en invierno yo que soy la más friolenta de todas?".
Al final, le doy vueltas al asunto y creo que lo mejor es dejar de fumar. No porque tenga demasiada gana ni demasiada conciencia. Más bien, porque me rompe soberanamente los ovarios la gente que me mira mal y el pensamiento de que me voy a cagar de frío mal cuando llegue junio.

sábado, octubre 21, 2006

Estrellas

Mis primos y yo éramos muy unidos de pequeños, en particular los dos que me siguen en edad. Mis más gratos recuerdos de niñez (que no son muchos) los tienen como protagonistas. Hace poco, conversando con una persona a quien suelo robarle ideas para luego publicarlas (lo sabe y no se queja demasiado) recordé una costumbre que hacía rato había olvidado. Fue tan físico que me transporté allí por unos instantes y desde entonces ha dado vueltas por mi sistema pidiendo ser relatada.
Mi familia materna es de un pequeño pueblo del sur de Santa Fe. Como toda zona de esa provincia es básicamente agrícola. Las mañanas empiezan con el canto del obligado gallo de algún vecino, las siestas están repletas de chicharras, los atardeceres son bucólicos con el sol escondiéndose entre los silos y las noches son conciertos de grillos y mosquitos. Lo describo como si sólo existiera en verano, ahora me doy cuenta, pero para mí, en mi recuerdo, sólo cobra significado en esa época.
Yo tenía ocho años. El más grande de los tres, once. Durante el día yirábamos incansables. De la pileta del club al cementerio, del stud del tío Chon a la fábrica de cerámicas abandonada, de algún charco en medio del campo en busca de ranas a la plaza del pueblo a jugar a las escondidas.
A la noche, con el cuerpo lleno de raspones y hambre volvíamos a la casa de la nona. Luego de la cena, casi siempre a la intemperie porque las casas viejas de pueblo suelen ser harto calurosas, los mayores yacían en reposeras y conversaban. No recuerdo sobre qué. Mis primos y yo nos tirábamos en el césped y mirábamos el cielo. El propósito era buscar satélites. Habíamos aprendido que los satélites eran como las estrellas, puntitos luminosos en medio de la negrura, pero que se movían a una velocidad estable. Hoy en día no sé si esto es cierto o era alguna mentirilla piadosa que nos habían contado los mayores para tenernos entretenidos, pero en ese entonces era una verdad irrefutable. Competíamos arduamente por quién encontraba más y nos peleábamos bastante, también. A veces se requería la presencia de un primo mayor para que actuara de juez y validara tal o cual hallazgo. No tengo noción del tiempo que dedicábamos a esta actividad. Sólo sé que navegábamos ese cielo una y otra vez saltando de estrella en estrella, buscando aquella rara avis que se trasladaba y nos llevaba con ella por un instante. Cuando la hallábamos, la seguíamos hasta perderla y (hoy estoy segura de esto) perdíamos un poco de nosotros también con ella.

A través de mi ventana

El departamento está a la misma altura que el mío y enero obliga a todos a ventilar nuestras casas y nuestros asuntos, as well. Los gritos llegan claros desde el otro lado de la calle. Discuten en la habitación. Él está en bermudas, sin remera, y camina en círculos, agitando los brazos y gritando "No! No! No!". Ella lo sigue tratando de acercársele y estira la remerita hasta taparse la bombacha. Se larga terrible chaparrón y ya no oigo más que el ruido de la tormenta. La naturaleza tiene un sentido de puesta en escena bastante berreta a veces. Gershwin me distrae un rato con grititos que reclaman mimos. Cuando vuelvo a mirar a través de la calle la persiana de la habitación está baja, sólo se distingue un ventilador de techo que revolotea y los destellos del televisor. En el living, ella está sentada frente a la computadora aún en remerita y yo me juego la cabeza que está en un chat buscando algún ser anónimo que la consuele un poco. O que le de la razón.

Acerca de mí

Buenos Aires, Argentina
esmalterojofurioso@gmail.com